Narco, poder y silencio: el pacto no escrito que define a la izquierda mexicana y genera terror

Mientras el Gobierno mexicano habla de paz y gobernabilidad, los cárteles avanzan con más fuerza que nunca. Entre balas, política y pactos, el Estado parece rendido

México07 de agosto de 2025Lisandro MachadoLisandro Machado
México y el narcotráfico
México y el narcotráfico

En México, ya ni siquiera se habla de lucha contra el narcotráfico. Se administra. Se negocia. Se tolera. Lo que en otras épocas fue un combate abierto —con errores, con excesos, pero con intención— hoy se diluye en un discurso burocrático que pone paños fríos a una realidad insoportable: los cárteles siguen siendo la estructura de poder más eficaz en vastas regiones del país. En lo que va del año, más de 18.000 homicidios fueron registrados oficialmente. Tamaulipas, Guerrero, Michoacán, Sonora y Zacatecas están en estado de guerra crónica. En Chiapas, los Zetas volvieron a operar. En Jalisco, el Cártel Nueva Generación mantiene una red logística que roza la impunidad. En Sinaloa, el clan de los Chapitos parece gozar de una tregua con el poder central. La violencia no solo no se detuvo con el cambio de gobierno: se transformó. Se sofisticó. Y se volvió más política.

México ahogado en el narcotráfico

La presidenta Claudia Sheinbaum ha heredado —y en muchos casos, profundizado— la política de “abrazos, no balazos” de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador. El resultado es elocuente: mientras las fuerzas de seguridad se repliegan, los carteles expanden sus redes. Ya no solo trafican cocaína, marihuana, metanfetaminas y fentanilo. También controlan migración, extorsión, minería ilegal, negocios inmobiliarios, casinos y hasta campañas electorales. El caso de Michoacán es paradigmático. En municipios enteros, los alcaldes necesitan el permiso de los narcos para gobernar. En muchas zonas rurales, las fuerzas armadas ingresan con custodia de los propios cárteles, en una mezcla de simulacro y humillación. El Estado ha perdido el monopolio de la fuerza, y el poder real ha mutado. Los cárteles no son bandas: son estructuras. Con mando, con control territorial, con apoyo local y con visión geopolítica. Durante las elecciones de este año, más de 30 candidatos fueron asesinados. La mayoría en zonas dominadas por el crimen organizado. Ningún cartel ha sido desarticulado. Ningún jefe relevante fue capturado. Ningún pacto fue roto. La democracia mexicana —donde aún sobrevive una prensa valiente y algunos jueces dignos— se sostiene entre fuegos cruzados y silencios convenientes.

Política y narcotráfico: una alianza peligrosa

La política mexicana convive con el narco en un pacto no escrito: vos no me atacás, yo no te molesto. La fiscalía mira hacia otro lado. Las Fuerzas Armadas reciben más presupuesto pero menos órdenes. El narco ya no se esconde: construye escuelas, financia eventos religiosos, reparte comida y controla campañas. Estados Unidos mira con preocupación —cuando no con hipocresía— esta expansión narco. El fentanilo, que ya provoca decenas de miles de muertes en el norte, ingresa por la frontera sur en cantidades industriales. La presión de Washington obligó a Sheinbaum a reactivar operativos fronterizos, pero la lógica subyacente no cambió: el Estado mexicano evita la confrontación directa, no por estrategia, sino por incapacidad. Mientras tanto, los periodistas que denuncian estas tramas son asesinados, amenazados o forzados al exilio. México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Y no por guerras externas, sino por el crimen enquistado en su sistema. La historia de México con el narco ya no es una excepción regional. Es el espejo más crudo de lo que sucede cuando un Estado, con todos sus recursos, decide convivir con el crimen organizado como si fuera una forma más de poder. 

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Los ciudadanos lo saben. Lo intuyen. Lo padecen. Y se adaptan. En Sinaloa, hay barrios con más seguridad que en la capital. En Jalisco, hay zonas donde no hay robos ni delitos comunes: el cartel no lo permite. Esa lógica perversa, donde el narco impone orden frente al caos estatal, explica por qué en muchas regiones el narco no es temido, sino respetado. Porque al menos cumple. Porque al menos responde. Porque al menos protege —con balas y miedo— lo que el Estado dejó en abandono. La pregunta que flota es brutal: ¿hasta qué punto México sigue siendo una democracia si sus autoridades conviven con un poder paralelo que impone normas, ejecuta castigos y financia campañas?

Las respuestas no llegarán desde la cúpula. Ni desde el Congreso ni desde el Palacio Nacional. Llegarán, tal vez, desde una nueva generación que ya no quiere vivir en un país administrado por la violencia. O desde afuera, cuando los efectos de este caos sigan golpeando las fronteras del norte. Pero hoy, lo cierto es que el narcotráfico ya no es un fenómeno marginal en México: es parte del sistema. Un actor con más poder real que muchos ministerios. Y mientras no se lo reconozca como tal, la simulación continuará. Hasta que la ficción se caiga. Y lo que quede sea apenas un territorio gobernado por las reglas del miedo.

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