Europa sin hijos: cuando el progresismo se convierte en una máquina de extinción

Europa se está desvaneciendo sin bombas ni guerras: el progresismo celebra su suicidio demográfico en nombre del confort, el feminismo radical y la diversidad forzada

Internacional05 de agosto de 2025Jose FerrasJose Ferras
La debacle cultural que amenaza al viejo continente
La debacle cultural que amenaza al viejo continente

Europa está envejeciendo. Y no lentamente: al borde de un abismo demográfico. Países como Italia, Alemania y España ya tienen más ataúdes que cunas. Las escuelas cierran por falta de niños, las pensiones colapsan, y los gobiernos –con gesto entre desesperado y cínico– intentan reemplazar la natalidad con migración masiva. Pero ¿qué hay detrás de este suicidio demográfico? ¿Es solo una cuestión económica, o estamos ante una decadencia mucho más profunda y cultural?

La caída libre en los nacimientos no es un fenómeno natural. Es el resultado de décadas de ingeniería social progresista, que atacó sistemáticamente los pilares que durante siglos dieron sustento a Occidente: la familia, la religión, el esfuerzo productivo y la idea de trascendencia. En su lugar, el Estado ofreció subsidios, entretenimiento y autoindulgencia. La libertad se confundió con el abandono, la emancipación con el narcisismo, y la maternidad fue tratada como una carga opresiva en lugar de un acto de construcción civilizatoria.

Hoy, en Europa, tener hijos es casi un acto contracultural. En muchas capitales, ser madre joven es visto como un fracaso personal. Los gobiernos ofrecen guarderías gratis, becas y licencias extendidas, pero nadie quiere asumir la responsabilidad de traer una vida al mundo. ¿Para qué, si la cultura dominante te repite que ser feliz es viajar, consumir y cuidar de ti mismo?

Inmigracion ilegal

La paradoja es que mientras el europeo medio renuncia a su descendencia, su lugar en la pirámide poblacional lo ocupan culturas inmigrantes que no han roto con la idea de familia ni con su religiosidad. En ciudades como Marsella, Malmö o Bruselas, los nombres tradicionales van siendo reemplazados por otros que reflejan una Europa distinta, con valores ajenos al liberalismo ilustrado que la vio nacer. Y esto no es una crítica a las comunidades inmigrantes. Es una advertencia: si una civilización no se defiende, otra ocupará su lugar. Siempre.

Porque la naturaleza detesta el vacío, también en lo cultural.

Lo más alarmante es el doble discurso de las élites. Mientras alertan sobre el cambio climático por tener “demasiados humanos”, celebran la llegada de millones de nuevos europeos que, por algún milagro ideológico, no impactan en el medio ambiente. Mientras rechazan la natalidad local, promueven políticas de “inclusión” que, en la práctica, suplantan a los hijos que Europa decidió no tener. Es un progresismo que aplaude el colapso como si fuera evolución.

Lo que está en juego no es solo una tasa de fecundidad, sino el alma misma de Occidente. Porque sin hijos no hay futuro, y sin futuro no hay civilización. La caída de Europa no vendrá por una invasión ni por una guerra, sino por la renuncia voluntaria de sus ciudadanos a reproducirse, a transmitir su cultura, a creer que vale la pena seguir existiendo.

Y mientras eso ocurre, los burócratas de Bruselas discuten cuotas de género, lenguaje neutro y derechos de plantas. La casa arde, pero el progresismo baila sobre las cenizas.

¿Es tarde para revertirlo? Tal vez no. Pero requiere una rebelión moral. Una reconexión con lo esencial: con el valor del sacrificio, con el arraigo, con el amor que crea vida. Europa debe volver a creer en sí misma. No en su pasado de imperios, sino en su capacidad de ser madre de una nueva generación que no pida disculpas por existir.

Porque si no lo hace, no hará falta que nadie la destruya. Europa, simplemente, desaparecerá. 

Europa en llamas por el socialismo

Pero nada de esto es casual. La izquierda cultural lleva décadas empujando esta agenda con una precisión quirúrgica. Promueve el aborto como derecho sagrado, ridiculiza la maternidad como una forma de esclavitud y patologiza a todo hombre que quiera formar una familia como un “patriarca opresor”. Desde los organismos internacionales hasta las universidades, la consigna es clara: no traigas hijos al mundo, trae militancia. Y si querés hacerlo, que sea con “construcciones familiares no binarias” y niños criados sin género. Porque el problema no es solo que no hay niños, sino que ya ni siquiera sabemos lo que son.

La narrativa abortista se impuso como dogma: primero fue “legal, seguro y raro”; después fue “libre, gratuito y obligatorio” en el discurso público. Ya no se defiende como una opción en situaciones extremas, sino como una expresión de empoderamiento personal. El resultado está a la vista: menos bebés, más “derechos adquiridos” y una Europa que envejece discutiendo sobre qué pronombre usar mientras las cunas se vacían. El verdadero derecho perdido no es al aborto, sino al futuro.

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