Uribe bajo arresto: la vendetta judicial de Petro contra el expresidente que freno el terrorismo

Condenado a 12 años por presunto soborno y fraude procesal, Álvaro Uribe enfrenta una ofensiva judicial sin precedentes. Mientras el guerrillero que hoy ocupa la Casa de Nariño calla ante el colapso de la justicia

Colombia05 de agosto de 2025Lisandro MachadoLisandro Machado
Álvaro Uribe fue condenado a 12 años por la justicia guerrillera
Álvaro Uribe fue condenado a 12 años por la justicia guerrillera

La confirmación de la detención domiciliaria contra Álvaro Uribe Vélez por parte del Tribunal Superior de Bogotá representa mucho más que una decisión judicial: es el punto culminante de una ofensiva política cuidadosamente administrada, donde el proceso judicial se superpone con una lucha de poder profundamente ideológica. En un país donde el relato suele eclipsar a la verdad, el expresidente se ha convertido en el chivo expiatorio perfecto para saldar cuentas que el progresismo no ha podido cerrar en el campo de las ideas. Uribe no enfrenta solo a la justicia —o lo que de ella queda—, sino a una estructura institucional que, bajo el gobierno de Gustavo Petro, ha sido reconfigurada para escarmentar simbólicamente a quien osó desmontar el andamiaje narco-insurgente que, durante décadas, se disfrazó de proyecto político. En esa lógica, no importa tanto la sustancia del expediente como el efecto pedagógico de su condena: enseñar que en Colombia el precio de haber sido eficaz contra el terrorismo puede ser la cárcel.

El proceso en su contra se apoya en la figura ambigua de un testigo carcelario que, paradójicamente, goza de mayor credibilidad judicial que el propio expresidente. Las acusaciones, basadas en interpretaciones sesgadas y testimonios contradictorios, fueron tomadas como verdad revelada por un sistema ávido de un trofeo político. Y si bien la defensa de Uribe —con sólidos fundamentos jurídicos— interpuso una tutela por violaciones al debido proceso, esta fue desestimada con una liviandad que roza el automatismo.

Alvaro Uribe

La consigna parece clara: no revisar, no interrogar, no cuestionar. Solo confirmar. La paradoja es inquietante: mientras Uribe cumple arresto domiciliario por un caso en el que aún no hay sentencia firme, criminales de guerra, excomandantes guerrilleros y funcionarios con pasado subversivo desfilan por los pasillos del poder con total impunidad. Es el modelo de justicia invertida que Petro promueve con astucia: se castiga al símbolo de la restauración del orden, y se premia a quienes lo violentaron. Se deslegitima al Estado que Uribe intentó fortalecer y se santifica al crimen bajo el pretexto de la paz. Porque detrás del silencio casi ceremonial del presidente hay cálculo. Petro sabe que la caída de Uribe —aunque sea por la vía procesal— representa una victoria simbólica para un sector político que aún no puede vencerlo en el terreno de la legitimidad popular. Condenar a Uribe es un acto fundacional para el progresismo gobernante: busca clausurar definitivamente una era política que desnudó, con eficacia brutal, la incapacidad del Estado para garantizar lo más básico: seguridad y ley.

El liderazgo de Álvaro Uribe aún preocupa al guerrillero del M-19

Álvaro Uribe, incluso en su encierro, sigue siendo un actor político. La marcha convocada por el Centro Democrático para el próximo 7 de agosto no es apenas una expresión de respaldo partidario. Es una advertencia. Una forma de recordarle al poder que las condenas judiciales no reemplazan las derrotas electorales. Y que el liderazgo no se desactiva con un fallo.

El expresidente —a quien muchos adversarios, aún en privado, reconocen como el último jefe de Estado que logró gobernar con autoridad— ha sido desplazado institucionalmente, pero no simbólicamente. Su legado, más allá de los errores, reside en haber devuelto al Estado colombiano la capacidad de ejercer el monopolio de la fuerza. Ese es el verdadero crimen que Petro y su entorno no le perdonan.

En tiempos donde el progresismo ha hecho del revisionismo su método de gobierno, condenar a Uribe no es un acto de justicia: es un acto de poder. Es la escenificación de una venganza histórica. Pero como toda venganza, lleva en su interior la semilla de su propio desgaste. Porque mientras en los tribunales se cierran causas, en la sociedad se abren preguntas. ¿Cómo es posible que quien derrotó a las FARC esté encerrado y sus antiguos líderes, hoy convertidos en burócratas, repartan subsidios y sillones?

Colombia, una vez más, juega con fuego. Si sacrifica a sus figuras institucionales en nombre de la corrección ideológica, lo que queda es un poder que se ejerce desde la revancha. Y en ese contexto, la detención de Álvaro Uribe no será recordada como un avance judicial, sino como el punto de inflexión en una democracia que empieza a extraviarse entre los relatos, las causas armadas y la arbitrariedad disfrazada de legalidad.

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