Sociedad Por: Lisandro Machado07 de agosto de 2025

Victimización étnica: la vía para destruir el mérito, frenar el desarrollo y justificar el atraso

Lo que empezó como una reivindicación legítima terminó siendo una herramienta de poder para la izquierda. El indigenismo ya no defiende culturas: genera pobrismo

La utilización de los pueblos originarios

Durante décadas, el discurso indigenista fue presentado como un acto de justicia histórica. En nombre de los pueblos originarios —de su sufrimiento, su despojo, su exclusión— se construyó una narrativa que logró permear constituciones, presupuestos estatales, currículas escolares, legislaciones especiales e incluso organismos internacionales. Pero el indigenismo contemporáneo ya no es una causa. Es una industria.

La izquierda encontró en las comunidades originarias el terreno fértil para instalar su relato de opresión perpetua. Y lo hizo con eficacia: a través de ONG's, universidades, foros internacionales y subsidios estatales, fabricó una idea romántica del indígena como víctima absoluta e incuestionable. Una especie de tótem moderno al que no se le puede pedir esfuerzo, integración ni responsabilidad. Solo más beneficios. Hoy, el indigenismo dejó de ser respeto cultural para transformarse en una herramienta política que frena el desarrollo de regiones enteras. Se impide la inversión, se detienen obras de infraestructura, se ocupan tierras, se condiciona la soberanía nacional en nombre de "territorios ancestrales" y se presiona al Estado para seguir transfiriendo recursos sin control ni rendición de cuentas. La excusa: la deuda histórica. El objetivo: eterno.

La problematica que utiliza el socialismo como bandera

El problema no es la cultura originaria. El problema es el uso político que se hace de ella. Lejos de promover la integración, la educación y el trabajo, el indigenismo contemporáneo promueve la fragmentación, la lógica del subsidio y el resentimiento perpetuo. En lugar de formar ciudadanos, crea comunidades blindadas al mérito, que rechazan la modernidad, pero reclaman el financiamiento estatal que proviene de ella. En países como Bolivia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina, hemos visto cómo la victimización identitaria se transformó en una herramienta de chantaje institucional. Organizaciones que se autodenominan "originarias" bloquean caminos, exigen territorios productivos, impiden la exploración de recursos naturales, y niegan toda posibilidad de diálogo si no es en sus propios términos. En muchos casos, esas comunidades están dirigidas por punteros políticos o activistas rentados que poco tienen que ver con las verdaderas costumbres de sus ancestros.

Peor aún, el indigenismo sirvió de escudo para crímenes y violencias. En el sur argentino, por ejemplo, grupos mapuches radicalizados han quemado estancias, usurpado propiedades y atentado contra pobladores bajo el pretexto de "recuperación territorial". Mientras tanto, los gobiernos populistas de turno, temerosos de ser acusados de racismo o colonialismo, miran para otro lado.

La pregunta que nadie se anima a hacer en voz alta es: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo la victimización étnica servirá como cheque en blanco para evadir la ley, frenar el progreso y destruir el mérito? ¿Hasta cuándo una parte del Estado financiará a grupos que niegan la existencia del propio Estado?

Es urgente volver al concepto de ciudadanía como punto de partida. Todos los ciudadanos —sin importar su origen, religión o apellido— deben estar sujetos a las mismas reglas, las mismas obligaciones y los mismos derechos. Nadie puede estar por encima del sistema legal por su herencia genética ni por la historia de sus ancestros. El mérito, la educación y el esfuerzo tienen que volver a ser los motores de ascenso social. Lo demás es feudalismo disfrazado de justicia. El indigenismo no defiende culturas: las fosiliza. No promueve el desarrollo: lo bloquea. No busca inclusión: milita la fragmentación. Y todo esto ocurre con el silencio cómplice de sectores que, por corrección política, prefieren repetir mantras que enfrentar realidades. Basta de romantizar el atraso. Basta de premiar el resentimiento. Los pueblos originarios merecen respeto, pero también merecen futuro. Y el futuro no se construye con odio de clase, ni con nostalgia por un pasado mítico. Se construye con reglas claras, esfuerzo, educación y libertad.

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